lunes, 3 de mayo de 2010

El precio de la inestabilidad. Por Matías Cremonte, Director Dpto. Jurídico de ATE-CTA


Casi veinte años después, la Corte volvió a expedirse acerca de la (in)estabilidad de los empleados de la administración pública cuya vinculación con el Estado se sustenta en un contrato temporal, eventual o transitorio, y por fuera de los mecanismos legales de ingreso a la planta. Es decir, los genéricamente denominados “contratados”.

Se trata de los casos “Ramos” y “Sánchez”, ambos con sentencia de fecha 6 de abril de 2010.

El último antecedente de la Corte data de la década del ’90, es decir, de la denominada corte menemista. Existía entonces gran expectativa por estos pronunciamientos, en tanto, en su nueva conformación, el tribunal se había expedido de manera progresista y garantista en materia de derechos sociales, revirtiendo gran parte de los precedentes que avalaron las políticas neoliberales y flexibilizadoras de esos años.

Las expectativas eran en alguna medida justificadas, ya que respecto del empleo público, en 2007 el fallo “Madorrán” de esta Corte se constituyó en un hito de la garantía de estabilidad, al considerarse como inconstitucional toda norma –legal o convencional- que por aplicación de la Ley de Contrato de Trabajo –aplicable en el sector privado- permita el despido sin causa -y pago de indemnización- en el Estado.

Con dicho precedente, los más optimistas esperaban que la Corte declare el derecho a la estabilidad de todos los trabajadores estatales, y la consiguiente posibilidad de reinstalación del “contratado” despedido. De hecho en la audiencia pública celebrada un año antes ante la Corte, desde ATE planteamos que ese debía ser el camino.

Pero las expectativas quedaron truncas, ya que si bien la Corte avanzó respecto de los antecedentes inmediatos en esta materia dictados por la corte menemista, se esperaba el reconocimiento de una mayor protección de los trabajadores “contratados”.

En efecto, la Corte sólo reconoció a los contratados el derecho al pago de una indemnización por despido, y circunscrito a algunos casos determinados.

Históricamente, vale la pena recordarlo, la postura de la Corte fue variando. En general, el denominador común a todas las épocas fue la premisa de que el sólo transcurso del tiempo no convierte a un trabajador contratado en un empleado de planta permanente. Más aún, en todos los casos se entendió que el Estado estaba habilitado para contratar trabajadores por fuera de los mecanismos normales, y hasta los años ´80 se les reconocía el derecho a una indemnización por despido, aplicando directamente el régimen del empleo privado.

En la década del ´90 la Corte toma un giro nefasto, y deja incluso de reconocer el derecho a la indemnización a los contratados despedidos. Se trata de los casos “Gil c/UTN” y “Leroux de Emede” mediante los que se perfeccionó la doctrina del “voluntario sometimiento”, que consiste en atribuir a los propios contratados la responsabilidad por firmar esos contratos, que excluyen la garantía de la estabilidad en el empleo, y prevén la posibilidad de rescisión sin derecho a indemnización alguna.

Esta doctrina fue la utilizada por los tribunales inferiores por largo tiempo, hasta hace pocos años, cuando algunos tribunales, tanto nacionales como de algunas provincias, comenzaron a ampliar la protección de estos trabajadores, reconociendo el derecho a la indemnización. En algunas honrosas excepciones, hasta se reconoció el derecho a la estabilidad, y se ordenó la reinstalación de los contratados despedidos.

Seguramente estas posiciones estaban inspiradas en las sentencias de la propia Corte que, aunque referidas a otros temas, aplicando la Constitución Nacional y los Tratados Internacionales vigentes, ampliaron el marco de garantías y reconocimiento de derechos sociales de los trabajadores.

Pero llegó el día en que la Corte se pronunció, y enmudeció varias voces, que esperaban que el criterio garantista alcance a los trabajadores contratados, y reconozca su derecho a la estabilidad.

Pero, ¿Qué dijo la Corte? Dijo que si bien el Estado puede contratar a personal de manera temporaria o eventual, extremo que a su vez está autorizado por la legislación, eso debe constituir una excepción, y deben acreditarse las circunstancias especiales que así lo ameritan. Si por el contrario, el trabajador contratado despedido demuestra que la utilización de esa figura contractual en realidad había sido desvirtuada, y la verdadera relación existente es de empleo público, en tanto las tareas que realizaba eran propias de la planta permanente, este trabajador tiene derecho a una indemnización por despido.

Así, en una solución que consideramos desafortunada, se desconoce el derecho a la estabilidad del empleado público para estos trabajadores –garantizado por el art. 14 bis de la Constitución Nacional-, y sólo se reconoce su derecho a una indemnización por despido, como si fuera un trabajador privado... privado de estabilidad.

Visto de otra forma, se tolera que el Estado contrate de manera ilegal, y se le impone una pena ante el despido, consistente en una indemnización. Es por eso que decimos que se le puso un precio a la inestabilidad, lo que contradice justamente lo que la Constitución Nacional quiso desterrar del Estado al establecer la estabilidad del empleado público: evitar las cesantías masivas ante cada cambio de gobierno, y garantizar asimismo a la sociedad una administración eficaz.

Ahora bien, si se lo compara con pronunciamientos anteriores de la Corte referidos al tema, se avanzó un paso, en tanto se aplican los principios generales del derecho del trabajo, se desacraliza el principio de presunción de legitimidad de los actos administrativos, en tanto permite discutirlos y desvirtuarlos, y se reconoce que ante el daño generado por el despido, el Estado debe repararlo, pagando una indemnización. Ya no existe más la teoría de la aceptación por parte del trabajador de la inestabilidad y la renuncia al derecho a la reparación; ya no son indiscutibles los contratos sino revisables, y sobretodo, debe cotejárselos con la realidad, primando ésta por sobre aquellos.

Pero se retrocedieron dos pasos respecto de la interpretación y aplicación del denominado bloque de constitucionalidad, ya que la Corte entendió que un trabajador que no ingresó por los canales normales, esto es, procesos de selección y concursos, no puede adquirir estabilidad por el sólo transcurso del tiempo.

No coincidimos con ello, ni es lo que por derecho corresponde. La estabilidad del empleado público está garantizada por el art. 14 bis de la Constitución Nacional, y la Corte como su máximo intérprete debe mandar a cumplirla.

Si el Estado no llama a concursos, congela las vacantes, e igual contrata personal para cumplir sus funciones, es una anomalía generada por el propio Estado, que no puede luego volverse contra el trabajador. Debe resaltarse además que la Corte votó dividida. En el caso Ramos eso no es tan relevante, ya que ambos votos se pronuncian por el reconocimiento del pago de la indemnización reclamada por el trabajador.

Pero en el caso Sánchez, esa división es determinante, ya que la mayoría rechaza el reclamo del trabajador, y la minoría, en vano en lo concreto, opina que debe reconocerse el derecho reclamado.

En este voto minoritario, compuesto por Zaffaroni, Maqueda y Fayt, se plasman los criterios que hasta el momento se habían utilizado en esta nueva Corte, en tanto se aplican los principios garantistas que surgen de los tratados internacionales, además de ser más amplios en la interpretación de los hechos para reconocerle a Sánchez el derecho a la indemnización.

La mayoría en cambio rechaza el reclamo, pero excediéndose del planteo original, además deja sentado su criterio de que en ningún caso hubiera correspondido la reinstalación de los trabajadores contratados despedidos. En síntesis, hasta allí llegó, por ahora, el reconocimiento a los contratados de parte de la Corte Suprema.

Sigue siendo entonces tarea fundamental de las organizaciones sindicales agudizar la inteligencia y redoblar los esfuerzos en la lucha por el pase a planta permanente de los contratados, única forma de garantizar realmente la estabilidad del empleado público.

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