*Por Alexis Oliva - Prensared - 20/4/09
La demonizada pelea de Luis Miguel “Vitín” Baronetto contra la corporación judicial desnuda las limitaciones que el poder impone a una genuina reivindicación de los derechos humanos.
El pecado que no se le perdona a Luis Miguel Baronetto es haber arremetido contra dos estamentos de poder que fueron indispensables cómplices de la dictadura y que permanecen casi intocables: la Justicia y la Iglesia.
En el primer caso, osando acusar de colaborar activamente con los asesinos de uniforme a un miembro del Poder Judicial, tan luego a uno de los jueces que “levantaron el aplazo” y le “lavaron la cara” a la señora (no siempre) ciega, al mandar a la cárcel a Luciano Benjamín Menéndez. Así entendida, a pesar de ser producto genuino de la larga y consecuente lucha de los organismos y muchos militantes de derechos humanos, sindicales, políticos y sociales, la condena al genocida sirvió también para que la cofradía judicial intentara blanquearse ante la opinión pública por su lamentable actuación en tiempos del terrorismo de Estado.
En ese contexto, la recusación de Baronetto a Carlos Otero Alvarez es un acto de coraje y dignidad, que se fundamenta en diversos hechos y pruebas, sobre todo por su actuación junto al juez Adolfo Zamboni Ledesma en torno a los fusilamientos clandestinos de 28 presos políticos de la cárcel de barrio San Martín en 1976, entre ellos Marta Juana González, la esposa del denunciante. Y es sobre todo una cuestión de principios que -aunque hoy no coticen en bolsa- pesan mucho más que cualquier otra consideración estratégica o pragmática.
En el segundo caso, al rescatar en una documentada y reveladora biografía -y en cuanta ocasión tuvo y tendrá- a Enrique Angelelli, el obispo asesinado durante la dictadura, una figura que interpela al silencio encubridor y el aval ideológico que la Iglesia Católica prodigó a las Fuerzas Armadas, otro tema tabú para el estabilshment político y mediático actual.
A tal punto que Baronetto, como investigador y protagonista de esa historia (fue seminarista tercermundista entre los años 60 y 70), ha sido en Córdoba una de las principales fuentes de la vasta investigación que lleva adelante Horacio Verbitsky sobre el rol cómplice de la Iglesia con los gobiernos militares del siglo XX, alianza que tuvo en esta ciudad un escenario clave.
En tiempos en que el poder intenta conformarnos con algunos militares represores encarcelados, mientras se disocian los derechos humanos del ayer con los de hoy, no son muchos los que, como Baronetto, se atreven a recordarnos que “la tarea de exterminio llevada a cabo por las fuerzas de la represión no hubiera sido posible sin la activa colaboración empresarial, clerical, política y judicial, que vieron beneficiados sus intereses a costa de las políticas neoliberales de hambre, miseria y exclusión social para los trabajadores y las mayorías populares que las padecieron en carne propia”.
Por eso, seguramente también se le condena que jamás haya renegado de su militancia revolucionaria, que no adhiera a la teoría de “los dos demonios”, que a pesar de la tortura y los años de cárcel haya continuado la lucha como militante sindical bancario, en el Centro Tiempo Latinoamericano y en la Central de Trabajadores de la Argentina.
El ser “funcionario” (como ahora insólitamente se le reprocha) es una responsabilidad más, consecuente con toda esa historia de lucha, una para nada liviana mochila adicional en su bregar por los derechos humanos desde una visión integral, que actualiza el proyecto de país sin pobres ni ricos por el que lucharon aquellos que ofrecieron sus vidas o años de sus vidas por esa causa.
No es por placebos simbólicos ni por laureles individuales que pelea un tipo como Vitín. Pelea por una sociedad más justa, para que por las calles no caminen los genocidas impunes pero tampoco trajinen los chicos hambrientos. ¿Es ese su imperdonable pecado?
Fuente: http://www.prensared.com.ar/
La demonizada pelea de Luis Miguel “Vitín” Baronetto contra la corporación judicial desnuda las limitaciones que el poder impone a una genuina reivindicación de los derechos humanos.
El pecado que no se le perdona a Luis Miguel Baronetto es haber arremetido contra dos estamentos de poder que fueron indispensables cómplices de la dictadura y que permanecen casi intocables: la Justicia y la Iglesia.
En el primer caso, osando acusar de colaborar activamente con los asesinos de uniforme a un miembro del Poder Judicial, tan luego a uno de los jueces que “levantaron el aplazo” y le “lavaron la cara” a la señora (no siempre) ciega, al mandar a la cárcel a Luciano Benjamín Menéndez. Así entendida, a pesar de ser producto genuino de la larga y consecuente lucha de los organismos y muchos militantes de derechos humanos, sindicales, políticos y sociales, la condena al genocida sirvió también para que la cofradía judicial intentara blanquearse ante la opinión pública por su lamentable actuación en tiempos del terrorismo de Estado.
En ese contexto, la recusación de Baronetto a Carlos Otero Alvarez es un acto de coraje y dignidad, que se fundamenta en diversos hechos y pruebas, sobre todo por su actuación junto al juez Adolfo Zamboni Ledesma en torno a los fusilamientos clandestinos de 28 presos políticos de la cárcel de barrio San Martín en 1976, entre ellos Marta Juana González, la esposa del denunciante. Y es sobre todo una cuestión de principios que -aunque hoy no coticen en bolsa- pesan mucho más que cualquier otra consideración estratégica o pragmática.
En el segundo caso, al rescatar en una documentada y reveladora biografía -y en cuanta ocasión tuvo y tendrá- a Enrique Angelelli, el obispo asesinado durante la dictadura, una figura que interpela al silencio encubridor y el aval ideológico que la Iglesia Católica prodigó a las Fuerzas Armadas, otro tema tabú para el estabilshment político y mediático actual.
A tal punto que Baronetto, como investigador y protagonista de esa historia (fue seminarista tercermundista entre los años 60 y 70), ha sido en Córdoba una de las principales fuentes de la vasta investigación que lleva adelante Horacio Verbitsky sobre el rol cómplice de la Iglesia con los gobiernos militares del siglo XX, alianza que tuvo en esta ciudad un escenario clave.
En tiempos en que el poder intenta conformarnos con algunos militares represores encarcelados, mientras se disocian los derechos humanos del ayer con los de hoy, no son muchos los que, como Baronetto, se atreven a recordarnos que “la tarea de exterminio llevada a cabo por las fuerzas de la represión no hubiera sido posible sin la activa colaboración empresarial, clerical, política y judicial, que vieron beneficiados sus intereses a costa de las políticas neoliberales de hambre, miseria y exclusión social para los trabajadores y las mayorías populares que las padecieron en carne propia”.
Por eso, seguramente también se le condena que jamás haya renegado de su militancia revolucionaria, que no adhiera a la teoría de “los dos demonios”, que a pesar de la tortura y los años de cárcel haya continuado la lucha como militante sindical bancario, en el Centro Tiempo Latinoamericano y en la Central de Trabajadores de la Argentina.
El ser “funcionario” (como ahora insólitamente se le reprocha) es una responsabilidad más, consecuente con toda esa historia de lucha, una para nada liviana mochila adicional en su bregar por los derechos humanos desde una visión integral, que actualiza el proyecto de país sin pobres ni ricos por el que lucharon aquellos que ofrecieron sus vidas o años de sus vidas por esa causa.
No es por placebos simbólicos ni por laureles individuales que pelea un tipo como Vitín. Pelea por una sociedad más justa, para que por las calles no caminen los genocidas impunes pero tampoco trajinen los chicos hambrientos. ¿Es ese su imperdonable pecado?
Fuente: http://www.prensared.com.ar/
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