Un hombre solo contra la mafia y la miseria
El primer aviso mafioso llegó un viernes. Ocho hombres prolijos, bien vestidos y armados para una guerra tomaron por asalto el taller de la escuela gráfica de los chicos pobres, los amenazaron de muerte y se llevaron unos pocos pesos. El segundo aviso fue dado casi tres meses después: encapuchados secuestraron a un adolescente de la Obra Juan XXIII, lo pasearon en un auto bordó y le advirtieron que quemarían tres edificios de la Fundación Pelota de Trapo.
Sesenta días más tarde enviaron el tercer aviso. Levantaron de la calle a un educador, lo metieron en una Ford EcoSport y le dijeron: "Alejate de esa campaña de mierda contra el hambre; éste es el último aviso". Lo golpearon fuertemente, le apuntaron con una pistola y lo dejaron a quince cuadras de la estación Gerli.
La tercera fue la vencida, y entonces Alberto Morlachetti, creador de esa fundación famosa, coordinador del Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo e impulsor de la campaña nacional "El hambre es un crimen", se convenció de que la mafia no se detendría y que todos estaban en peligro de muerte.
No se equivocaba. Desde ese momento ocurrirían todavía cinco ataques más. Interceptaron a una docente en Temperley. Luego raptaron, golpearon y le realizaron perversas heridas leves con un cúter en brazos y piernas a otra educadora de ese movimiento humanitario. A los diez días se la llevaron de nuevo en José C. Paz, la narcotizaron y la dejaron tendida boca arriba en una plaza frente al cementerio de Chacarita. Lo mismo hicieron con otro maestro de un hogar para niños, que apareció tirado en plaza Constitución, y también con un voluntario que dejaron libre en el hipermercado Coto de Lanús después de un viaje de miedo y aprietes.
La razón de tanto ensañamiento es, aunque resulte increíble, una campaña pacífica pero multitudinaria que se lleva a cabo en todas las provincias y que tiene un fin noble: difundir la demencial hambruna por la que pasan millones de argentinos. La noticia llegó hace unos meses hasta el diario El País de Madrid, que comenzaba el artículo con esta estadística: "Ocho niños menores de cinco años mueren por desnutrición al día en la Argentina, uno de los mayores exportadores de alimentos del mundo".
El protagonista de esta movida no gubernamental y de esta campaña amenazada es un hombre singular que empezó como canillita, estudió sociología en la Universidad de Buenos Aires, dedicó su vida a los chicos pobres porque él mismo lo fue, y está sentado ahora frente a mí, en una casa de Avellaneda, adonde va Serrat de vez en cuando a tomarse unos mates y donde el Viejo -así le dicen todos con cariño- fuma indolentemente un cigarrillo tras otro.
Bordea los 66 años, tiene cáncer de próstata y arde en deseos de terminar el tratamiento y estar mejor para volver a vivir en la sede de la Fundación porque extraña terriblemente a los niños. Le señalo el cigarrillo y Alberto se ríe: "Fumé toda la vida, esto no tiene nada que ver con la próstata". Así que no me jodas, pudo haber agregado, pero se guarda el pensamiento por cortesía de recién conocido.
Vengo a contar su historia, y el Viejo lo sabe. Pocas veces accede a notas. No le gusta la exposición y me pide que no abunde demasiado en su enfermedad porque hay buenos pronósticos y porque no quiere aparecer vulnerable ante sus "hijos". Se lo ve bien, lúcido y afable. Los secuestros del año pasado se detuvieron misteriosamente, pero todavía siguen enviando de vez en cuando mensajes intimidatorios a sus celulares. ¿Quiénes son? ¿Quiénes pretenden desarticular una idea que busca concientizar sobre el gran drama argentino? ¿Existe una especie de nueva Triple A en la provincia de Buenos Aires? No hay respuestas, y entonces yo le pido que me cuente algo. Me cuenta una vida.
Morlachetti nació en el campo, pero su patria es Avellaneda. Vivía en un conventillo, en el tiempo del empedrado y el tranvía, cuando esa zona todavía estaba cruzada por la ética del trabajo. Alberto andaba todo el tiempo en la calle. "Hay delitos que para los pobres nunca prescriben -me dice recordando correrías que no quiere precisar-. La pobreza es dura, una cicatriz abierta."
Todavía existía el gallego del café de la esquina que lo escondía de la policía o le daba algo para comer. Igualmente recuerda esa sensación inolvidable: tener hambre, padecer ese dolor de estómago vuelto amargura y desesperanza. Alberto se salvó de lo peor porque sus padres lo mandaron al colegio y porque en el puesto de diarios se hizo adicto a la lectura. Pero muchos de sus compañeros se quedaron en el camino: "La pobreza no es una elección -me explica como si hiciera falta en esta sociedad frívola-. La pobreza es una imposición: te pone una pistola en la cabeza".
Alberto tiene una pena inmensa por esos pibes que no pudieron salir del laberinto. "A mis amigos les saquearon las palabras", me dice. La lucidez del lector, la posibilidad de amueblar la vida con libros, lo rescataron a él de un destino trágico. En su adolescencia, leía de todo: diarios, revistas, libros; Camus, Marx, el Nuevo Testamento. Y se quedaba en los potreros del crepúsculo pensando que era posible construir un paraíso en la tierra.
De forma natural, comenzó a organizar partidos de fútbol y después campeonatos, y a dirigir a equipos con chicos de la calle. Todavía era muy pobre cuando se anotó en la UBA y estudió sociología. Trabajaba y estudiaba y era un exotismo en el barrio. Alberto era sesentista. Los años 60 eran los años de los sueños. Pero su madre era católica. Le dejó un legado preciso: "Cuando algún día la vida te trate duramente, tomá la mano de un pobre".
Gracias al fútbol Alberto arrancó con su plan. Creó primero los "sábados de chocolate": partido y chocolatada con facturas, que garroneaba en panaderías del barrio. No lo hacía como una cuestión política ni por simple caridad. Lo hacía con amor legítimo por esos chicos, que provenían de villas, de orfandades, de la nada oscura. Lentamente, comenzaron a plegarse clubes, sociedades de fomento, vecinos.
El Viejo era joven, pero sabía perfectamente que debía construir un territorio. Lo hizo. Con rifas, con donaciones, con trabajos y rebusques, logró comprar dos lotes y levantar la Casa del Niño de Avellaneda. Desde ese dificultoso comienzo hasta ahora han pasado cerca de treinta años. Hoy tienen una imprenta, una panadería, dos hogares, una granja, bibliotecas, consultorios y sobre todo una organización nacional donde comparten alegrías y fuerzas con otros trescientos emprendimientos solidarios de todo el país, como la Red El Encuentro, de José C. Paz, o el Hogar Juan XXIII, de Avellaneda.
Cuando en los inicios Alberto Morlachetti abrió la sede de la Fundación y se mudó a ella con chicos de la calle, todo el mundo le decía que estaba loco. ¿Cómo era posible que alguien con tanta capacidad intelectual, que era docente universitario y había leído a Marcuse y seguido de cerca los textos de la Escuela de Francfort perdiera el tiempo en esos menesteres y se pusiera a tiro de esos chicos difíciles? Más allá de las convicciones, estaba la íntima necesidad de compartir su vida con aquellos niños de modales distintos y problemáticas duras pero que sabían querer mejor que nadie.
Los primeros fueron recogidos de cuevas indignas ubicadas detrás de la Facultad de Derecho. Alberto les dio cobijo, instrucción, horizonte y certidumbre. En 1977, comenzó el aluvión de los chicos callejeros, y Pelota de Trapo dio refugio a muchos de ellos. Alberto era el "padre" de todos y, al principio, tragaba saliva, en medio de sus contradicciones. Esos niños bravos tenían costumbres salvajes y lenguaje áspero. "Yo tuve que aprender de ellos -me dice-. Tuve que aprender para enseñarles."
Se enfrentó a la droga, que antes era la cocaína y el Poxiram y hoy es el paco, y a la prepotencia de la policía y sobre todo al prejuicio social. Morlachetti presenció, a lo largo de estas décadas cómo se dinamitaban en la Argentina los puentes de comunicación entre los grandes y los chicos de todas las clases sociales, y también cómo la sociedad iba colocando al niño en el lugar de victimario y enemigo público.
"Cuando un chico comete un error no es hora de estigmatizarlo y castigarlo con rigor sino de abrazarlo fuerte -explica-. A veces algunos de esos actos desesperados (no me refiero por supuesto a los homicidios ni a violencias graves) son incluso un buen signo. Un gesto de vida. Esas conductas violentas, transgresoras, antisociales, son una esperanza, como dice Winnicot, un notable de la psiquiatría. Mirá, los pibes librados a su suerte, los chicos abandonados, son un tema muy complejo. Si construir un vínculo no es algo espontáneo ni con el recién nacido, cuando toda la historia está por escribirse, ¿cómo se va a gestar un vínculo con el chico de la calle cuando en su historia nada pasó por seducirlo para la vida sino todo lo contrario? Suelto de madre es necesario domiciliarlo en un vínculo amoroso. No hay pedagogía sin ternura."
No puedo sino pensar en las noticias violentas que tienen a los menores como protagonistas absolutos. Pero también percibo, como en un ramalazo de luz, dos cosas: este hombre no es meramente un teórico, y como el padre Pepe de la Villa 21 y tantos otros soldados laicos o religiosos, políticos o apolíticos, de derecha o de izquierda, como tantos héroes en la trinchera de la miseria y el hambre, Alberto Morlachetti sabe de lo que habla aunque intente sacar el agua de un bote agujereado con la ayuda de un pocillo. Está solo en medio del mar. El Estado no lo acompaña más que con algunas becas y subsidios menores. El Estado no está ni para la foto. Sigue adelante con los médicos de la Fundación Garrahan, con donaciones y sobre todo con la buena voluntad de la gente.
Las grandes tesorerías de la política de cualquier signo faltan a la cita. Tal vez con esas tesorerías se podría practicar con eficiencia y masividad la política de la paciencia y la ternura, y no la ley de la reja y el gatillo. Pero más allá de discursos progresistas, hoy no hay plata para eso. Se ve que la plata rinde más en otro lado.
Muchos de aquellos niños rebeldes que al Viejo le daban dolores de cabeza hoy son señores con oficios y cargos bien rentados en empresas. Le traen ahora a sus nietos y le cuentan sus progresos. Son hombres hechos y derechos con la cultura del trabajo totalmente incorporada. Alberto recuerda cuando tenía que retarlos, cuando los esperaba despierto toda la noche hasta que volvían, cuando afrontaba con preocupación y a veces con humor sus diabluras.
"Una vez vienen a contarme que en una excursión uno de mis chicos, Ernesto, había robado manzanas de un puesto -recuerda con una sonrisa lluviosa-. Lo agarré al pibe y le dije: ¿cómo se te ocurre hacer eso? Momento, Alberto -me contestó-. No es así. Yo vi las manzanas rojas y sentí que me llamaban. "Ernesto, lleváme. Ernesto, lleváme", me decían las manzanas. Yo no las robé, sólo accedí a lo que me pedían." Ernesto hoy es fotógrafo y sigue cantando tangos, y tiene una buena familia. Era, en aquellos viejos tiempos, un residuo de la sociedad.
No piensa el Viejo que no haya que castigar el delito. Todo lo contrario: sostiene que se debe ser duro. Pero introduce una salvedad: "Los delitos grandes no los hacen los chicos". Le asombra el poco conocimiento que tienen los funcionarios sobre la problemática de la minoridad carenciada. Le dan vergüenza ajena. Y lo asusta que, comparados a los primeros chicos que él sacó del pozo, los pibes de esta década están más empobrecidos. Ahora el paco directamente los discapacita. "La droga, más allá del lucro, es funcional al sistema de dominación", dice enojado.
De pronto irrumpe en esa casa el hijo de una colaboradora cercana. Es un niño pequeño y Alberto deja la entrevista y la frente arrugada para abrazarlo y jugar con él con una felicidad impúdica. Es tan feliz ese hombre viejo con ese niño sonriente que quedo descolocado, como el involuntario voyeur de una intimidad sublime. Me doy cuenta en un gesto cuánto amor hizo falta para levantar todo esto. Y que ese amor no es impostado y racional, sino un torrente natural que le viene de muy adentro al canillita que se volvió campeón.
Luego nos recomienda que visitemos la panadería que levantaron en una esquina pelada. Quisiera venir con nosotros, pero el tratamiento lo tiene cansado. Los chicos de Alberto están, a esa hora, en la trastienda con el repostero. Preparan manjares. Los miro y me pregunto quién podría querer dañarlos. ¿Quiénes secuestraron, golpearon y amenazaron a esas personas buenas? ¿Quiénes envían todavía amenazas de muerte a celulares? ¿Existen incipientes escuadrones de la muerte en la provincia de Buenos Aires? ¿A quién beneficia callar la verdad?
El hambre es un crimen. Qué duda cabe. Una panadera de 17 años se sube a un banquito y anota, en un pizarrón donde hay una receta de pionono, esta frase: "Aquí no sólo se amasa el pan. Cobran sentido nuestros sueños. Echan a andar nuestros proyectos. Amasamos el país que amamos".
Deja el lápiz. Está prolija y orgullosa. Alguna vez esta chica tuvo la mirada opaca y fría. Pero ahora me mira con ojos brillantes. Asiento con la cabeza y salgo a la intemperie. Pienso en el Viejo.
Tiene que recuperarse rápido, Viejo, hay mucho trabajo. No me falle.
Cae la tarde sobre Avellaneda.
El personaje
Alberto Morlachetti, creador de la Fundacion Pelota de Trapo
Quién es: Tiene 66 años, es ex canillita, sociólogo de la UBA, creador de esa fundación e impulsor de la campaña nacional El hambre es un crimen.
Su obra: Fundó hogares, cooperativas, jardines maternales, consultorios para carenciados, escuelas de oficio, granjas y redes sociales.
Distinciones: Fue premiado y reconocido por Alemania, Suecia, Estados Unidos, el Instituto Bet-El, la Organización Mundial de la Salud, las Naciones Unidas y muchas instituciones argentinas y latinoamericanas. La Comunidad de Madrid le dio el Premio Infancia.
Fundación: Para comunicarse hay que enviar e-mails a www.pelotadetrapo.org.ar
Fuente: Jorge Fernández Díaz; Diario La Nación